miércoles, 11 de enero de 2017

Carta de un profesor


"Todo cuanto viví queda a mi espalda. Todo cuanto soñé viaja conmigo.
EDUARDO GARCÍA

He intentado de diversas formas escribir unas palabras de agradecimiento que recogieran aun pálidamente toda la emoción que he sentido con motivo de nuestro reencuentro. Pero no lo he conseguido. Todo lo que escribía, aun brotando del corazón, acababa por parecerme un bla bla retórico, extrañamente postizo, esas cosas que uno dice convencionalmente acerca del paso del tiempo; el orgullo de ser profe; el valor de la educación; etc.

¿Por qué hablar de todo eso (que es verdad sin duda) me resulta en cierto modo una impostura con todos vosotros, mi primera promoción, mi primer puñado de alumnos, año 1983?

Creo que la respuesta es esta: vosotros fuisteis la forma que adoptó mi felicidad. No sé si en otro lugar y en otras circunstancias habría experimentado algo semejante, pero lo que me ocurrió en aquel instituto de los ochenta y tantos no fue solo empezar a ejercer una profesión, fue también encontrarme de cara con el adulto que era, pero que tal vez aún no quería ser. Fue comenzar a alejarme de la casa familiar, conocer una España rural tan diferente de los ambientes urbanos a los que estaba acostumbrado (difícil de olvidar -¿recordáis?- aquel pueblo con centralita de teléfonos), aprender a derrochar un sueldo entero, arrinconar para siempre tantos estudios farragosos, comprarme un auto, llenar mi tiempo libre de música y libros, muchos libros, y viajes y más trasnoches de la cuenta, afiliarme a un sindicato, empezar a fumar (Fortuna y Camel, se entiende), elegir nuevas amistades (y enemistades), y, efectivamente, aprender el oficio, y reñir más veces de la cuenta con unos compañeros y compartir estrechamente la vida con otros, y fue también –cómo negarlo– vestir mi vida con un inesperado e inextinguible amor.

En esa grieta ambigua del universitario que se hace definitivamente adulto pero que aún se resiste a ello, en ese paso atolondrado pero decidido, caben perfectamente los dos primeros años que permanecí en el instituto. Ahora sé cuánto me equivoqué durante aquellos cursos, en lo personal y lo profesional, y si volviera a vivir todo aquello, sin duda, haría muchas cosas de otro modo. Pero también recuerdo cuánto de entusiasmo, libertad y asombro, es decir, cuánto gozo, cabía en mi corazón. Con veinticuatro años recién cumplidos, en Fiñana, en el curso 1983-1984, yo fui extraordinariamente feliz, y la felicidad, como dice Borges, es la única cosa sin misterio porque se justifica por sí sola.

Captar la atención de veintitantos adolescentes, encontrarme con la desenvuelta sonrisa de un nene por los pasillos, llevaros de viaje, compartir esas fiestas tumultuosas de discoteca, leeros con cuidado y convicción un poema, jugar a la pelota en el campo de atrás, reír y compartir un rato con unos y otras en la plaza del pueblo, o en las fiestas de Abla o de Abrucena, organizar un aula de cine, comprar libros nuevos para la exigua biblioteca del centro, montar una exposición literaria con algunas alumnas, traer a algún conferenciante, hablar con casi todos de libros y viajes y música y cine y política. Todo eso ocurría porque yo era profesor, pero ocurría, sobre todo, porque era un tipo feliz y vosotros el motivo y la forma en que se encarnaba esa felicidad. Entonces era demasiado joven (y estaba demasiado feliz) para darme cuenta de todo esto. Ha pasado de por medio como un ciclón la vida, la vuestra y la mía. Todos somos irremediablemente adultos y al reencontrarnos advertimos que el tiempo ha hecho sin duda su trabajo, el único que sabe hacer.

Así que el cinco de noviembre yo decidí ser otra vez feliz junto a vosotros y expresar así mi gratitud por el hecho inexplicable de que aún os acordarais de mí. Uno no deja nunca de sorprenderse de eso, nunca. Yo podría haberos hablado aquí del profesor que quería ser, de cómo me enseñabais a aprender a dar clase, de cómo el reconocimiento del trabajo puede tardar mucho en llegar, de cómo la edad nos hace ver las cosas de otra manera… Pero hablaros de todo eso no es lo que me pedía el cuerpo ni el corazón. La vida que nos queda es esta, y el tiempo no pide jamás permiso. Un poeta amigo mío dejó escrito este aforismo: Todo cuanto viví queda a mi espalda. Todo cuanto soñé viaja conmigo. A los 24 años, junto a vosotros, yo viví muchas cosas que han quedado irremisiblemente atrás, pero entre ellas soñé (y aprendí) lo que es ser un hombre feliz, lo que es una felicidad plena y franca al mismo tiempo. Solo por eso, por haberla hecho posible, porque mucha de esa felicidad todavía viaja a mi lado, merecéis todo mi afecto y mi agradecimiento. Espero que la vida no sea ingrata con ninguno de vosotros, mis viejos alumnos, mis queridos amigos."  Eugenio A.

Florecillas